¿Por qué mienten los niños?

Este es un tema que todos vivimos. Todos mentimos, quien diga que no, miente. Y justo lo que sientes con esta última frase, es lo que nos hace mentir: queremos evitar que nos juzguen mal, que nos etiqueten y que haya consecuencias a nuestras fallas. Por otro lado, mentimos porque queremos vernos bien ante la mirada de otros, y a veces sentimos que no alcanza con lo que ya somos, y tenemos que aumentarlo y aderezarlo.
Estas mismas necesidades se han ido heredando de generación en generación. Nuestros hijos mienten por las mismas razones. Y ocurre un fenómeno interesantísimo, porque es tanta la necesidad de vernos bien ante la mirada de otros y evitar los juicios negativos, que hemos desarrollado un velo y una negación ante este hecho tan real. Por lo tanto, en nuestra mente consciente, nosotros NO mentimos, y cuando vemos que nuestros hijos lo hacen, los reprendemos.
Paul Ekman, un psicólogo norteamericano, pionero en el estudio de las emociones y sus expresiones faciales dice, “mentimos una media de tres veces en una conversación de 10 minutos”… sorprendente ¿cierto?
Primero que nada, aceptar que mentir es un acto recurrente en todos los seres humanos, hará que mires con menor crítica el que tus hijos lo hagan también. Y mirar con curiosidad y apertura la forma en la que lo haces tú mismo, abrirá puertas y caminos de vinculación con los procesos de tus hijos en esta necesidad de aumentar sus virtudes y maquillar sus equivocaciones.
Desde la casa y luego nos certifican en la escuela, el error está condenado. Si un bebé que está aprendiendo a caminar, va por la casa equilibrando sus pasos y tira el jarrón de la abuela, o menos drástico, los adornos de la chimenea, nuestra reacción es, generalmente, de alarma por las cosas rotas, o por el acto de romper, raramente conectaremos primero con el niño y su experiencia. Más adelante, ese bebé crece, y ya con 4 añitos, tira la leche sobre el mantel y se mancha la camiseta 3 minutos antes de salir al colegio, nuevamente, la reacción es de frustración y desespero por el tiempo, por el mantel, la leche y la camiseta, y raramente por el niño y sus procesos de aprendizaje. Y lo que está aprendiendo realmente, no es a no romper o a no tirar la leche, está aprendiendo a mentir. Más adelante, ya con siete años, cuando regrese de su clase de futbol y entre a casa con los tenis llenos de tierra, él dirá “yo no fui”… aunque sea clarísimo para todos que sí ha entrado con los tenis con tierra, él ha aprendido bien la lección de que “no hay que asumir equivocaciones” porque se ha confundido y lo vive como que él es el error.
Si pudiéramos mirar las equivocaciones como oportunidades de aprendizaje, podríamos esperar que nuestros niños digan “yo rompí el jarrón”, “yo tiré la leche” ó “yo entré con los tenis con tierra”, sin embargo, les hemos enseñado que a quien se equivoca se le reprende (y en muchos casos, las reacciones de madres y padres, son bastante más serias, llegando a golpear a sus hijos), y para ellos, esto les activa el sistema de amenaza, que en el sistema nervioso activa las reacciones de pelear o huir. Ambas se resuelven mintiendo, para no asumir que ha cometido un error.
Y aunque dice el dicho que “la verdad siempre sale a la luz”, seguimos mintiendo toda nuestra vida. Agrandando nuestras virtudes, o inventando que hacemos cosas que no hacemos, o que sabemos más de lo que en realidad sabemos, que tenemos tal habilidad que no tenemos. Ó, haciendo “como que la virgen nos habla” cuando alguien ha encontrado un fallo y entre un grupo de posibles culpables, creemos que será difícil que logren descubrirnos.

No podemos pedirles a nuestros hijos que no mientan si nosotros lo hacemos ¡incluso con ellos, les decimos que vamos a llegar a tal hora y no lo hacemos, les prometemos que vamos a ir a tal lugar y no los llevamos, y una larga lista de etcéteras. Nos escuchan mentir en el teléfono, diciendo que estamos enfermos y no lo estamos, que ya está listo el pastel que ni siquiera hemos empezado, que ya casi llegamos a un lugar, y ni si quiera hemos salido de casa. Estas “mentirillas” o “mentiras piadosas” como hemos resuelto llamarles, son las maneras en las que nuestros hijos se entrenan para mentir.
¿Qué podemos hacer?
• Cuando tu hijo mienta o te mienta, respira profundo y haz una pausa, recorre dentro de ti lo que se activa y acompaña tu propio proceso interno con unas cuantas respiraciones más.
• Mira a tu hijo, y mira su miedo a la consecuencia de lo sucedido. Reconoce en él a ti mismo, y a todos los niños que han vivido ese momento una y otra vez en su vida.
• Sonríe y dile cuánto lo amas, a pesar de lo sucedido, que tu amor por él está intacto, y que equivocarse es normal.
• Habla de lo que sucedió y de las posibles soluciones que hay para afrontarlo, separando el acto de su persona. Lo que estuvo “mal” si acaso, es el hecho, no el niño.
• Juntos resuelvan lo que se puede hacer, quizás reconocer frente a otro(s) lo que sucedió, pero siempre con tu sostén y tu validación. De esta forma se sentirá más fuerte para sostener la verdad en otras ocasiones.
Si nosotros les mostramos a nuestros niños que, cometer errores es una forma más de aprender, podrán más fácilmente reconocer cuando se equivocan, y asumir su responsabilidad, porque no hay aprendizaje sin errores previos y es imposible no equivocarse.
Si ellos se sienten aceptados y amados tal cual son, no necesitarán aderezar su vida con mentiras que aumenten sus cualidades, ni maquillar sus errores o fallos.
La única forma de abordar este asunto, es partiendo de nosotros mismos, quitándonos la capa de la perfección y aceptándonos humanos, imperfectos y con toda la actitud de mejorarnos cada día. Así seremos modelos para nuestros hijos, y les quitaremos de encima el enorme peso de mentir toda la vida.

Por Adriana Romero – De Lille
Psicoterapeuta Gestalt Sistémica, Arteterapeuta y Asesora de la Crianza Respetuosa basada en Mindfulness
Contacto:
Mail: satiartistico@gmail.com
FB: Tribu Sin Escuela

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