Enojos permanentes o caprichos pasajeros Por Felipe Oliva

Llorar es un reflejo de nuestras emociones. En ese acto biológico liberamos el sentimiento contenido, ya sea de risa, de felicidad, coraje, odio, tristeza, melancolía, desesperación. Diferentes actos, diferentes acciones, pero un resultado: el llanto.

Luego, ¿Cómo podemos distinguir cuando el llanto viene asociado a una tristeza o a un acto de amor? ¿Cómo saber cuando es producto de un acto de dolor o cuando es utilizado como estrategia para obtener algo deseado? ¿Es mera intuición materna o paterna la que permite descubrir la diferencia entre un llanto de enojo a uno provocado por un capricho? ¿El enojo es permanente o pasajero?

Cierto que algunos padres se ven en un caos cuando no saben distinguir un llanto de enojo a uno de capricho en sus hijos, también hay quienes observamos a la distancia y decimos sin mayor preámbulo “eso con una nalgada se le quita”. Cierto que las madres pueden decir con tranquilidad “nada más que se te pase, hablamos” o “o te calmas o verás”. ¿Y acaso, el niño o la niña tienen basto control de sus emociones como para que se puedan calmar en un santiamén?

Vamos delimitando. El enojo es una emoción que viene como resultado de la imposibilidad de alcanzar un deseo o la respuesta ante una amenaza, ya sea verbal o física. También puede venir como consecuencia ante algún evento o dicho que nos provoque ofensa. En nuestro mundo adulto, al enojo lo consideramos como algo negativo, algo que debemos aprender a controlar. La inteligencia emocional se inclina a decirnos que tenemos derecho a enojarnos, pero no a que ese enojo se salga de la situación o de la persona con quien esté relacionado. Es decir, mi enojo debe ser pasajero y corresponder a las circunstancia en las que se dio. En el niño, viene como resultado natural y pasajero, esto es, que, pasado ese momento, queda sólo en la memoria emotiva. El niño lo diluye, el adulto no. El niño lo disuelve, el adulto lo reserva para posteriores reproches o para revivirlo a gusto. Aquí tenemos una pauta: el enojo en la infancia es pasajero, en la vida adulta es controlable a gusto, y hay quien dice que lo debe “trabajar” para olvidarlo.

Por otro lado, comprender el enojo es aceptar que algo o alguien nos provoca la ofensa o la amenaza. Esa aceptación implica padecer con el otro sus argumentos. En procesos de inteligencia emocional, se nos invita a cambiar el discurso, pasar de un “me hizo enojar” por un “me enoja que…”; es poder trasladar la responsabilidad a mi propia persona y zafarlo del otro. Un ejemplo sencillo: “me haces enojar porque llegas tarde” por un “me enoja que llegas tarde”. El hecho es el mismo, y la persona debe descubrir por qué un acto de irresponsabilidad del otro le provoca ese enojo: ¿se siente amenazado? Quizá se siente ofendido. Pero el adulto se puede entrenar. El niño, la niña, tardarán en socializar y comprender que ese efecto natural debe transitar a un fuero social.

Ahora bien, ¿qué hacer con un capricho? La palabra tiene origen en cabra, y de ésta su actitud de poco control de su cuerpo al dar de brincos. Así, un capricho viene como resultado del deseo exaltado, irresistible, imparable, improrrogable, de obtener algo o de tener una relación con alguien. Una actitud que, aparentemente, no tiene una respuesta lógica, no parece cumplir con las normas sociales ordinarias. Un acto sin razón, que bien puede permanecer por un tiempo indefinido que, justo cuando se descubre que se puede prescindir de la cosa, termina. El adulto encaprichado se le puede juzgar que está teniendo un acto infantil, porque atribuimos a su socialización los efectos de la razón, luego, en una lógica pura, en el niño o la niña es un acto natural.

Ahí están ambas pautas como efecto natural en la infancia: el enojo como algo que pertenece al momento y el capricho que se vuelve permanente. En el adulto funciona un poco al revés: el enojo permanente y el capricho pasajero. Y, sin embargo, en ambos, niño y adulto, enojo y capricho, hay llanto.

Entonces, podemos descubrir en la duración de las lágrimas hacia dónde va. Ahí podemos dar pie a la socialización o a la educación emocional. Ayudar al niño a mirar si es un enojo o un capricho. Si es el primero, educarle sobre la necesidad de saber controlarlo y determinar las causas de la ofensa o la amenaza y poder sanarlo. Si es el segundo, llevarle a la lógica de su determinación. El llanto del enojo pasará pronto, y debe saber que corresponde a un tiempo específico, a una situación específica, y que en la memoria emocional puede tener control sobre su efecto. El viejo dicho “ya pasó” debe venir acompasado por una serie de pautas de control de la conducta: orientar al niño y la niña, en un momento de calma, sobre aquellas cosas o situaciones que le provocan ese enojo para poder evitarlas o solucionarlas. El llanto del capricho no pasará pronto, por más gritos que peguen los padres, por más amenazas que le infundan, cosas que lo pueden llevar a exacerbar la situación; entonces, sólo prestar atención suficiente para que no llegue a causar daño físico, cosa que puede ocurrir incluso en el adulto encaprichado, y ya luego pasado el momento, llevarlo a la lógica de lo que es necesario y lo que no lo es.

Por ser ambos efectos naturales, debemos proceder con cautela, recordemos que la lógica en la infancia es muy diferente a la nuestra y que la socialización es un proceso que lleva largo tiempo. Como adultos nos queda la oportunidad de no engancharnos ante el capricho o el enojo de los niños, ya habrá momento y espacio para darles buen cause.

Por Felipe Oliva
Maestro en Ciencias de la Educación

Contacto:
olivafelipe@hotmail.com

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